Desde un primer momento, la figura de la mujer en el mundo del arte ha aparecido reducida a dos roles principales.
El primer best-seller lo dejaba bien claro, convirtiendo a sus dos primeras protagonistas femeninas en un fiel reflejo de esa dualidad simplista: la madre y la puta. Desde entonces ha sido muy difícil salir de este encasillamiento tan axiomático. La música, como las demás artes, ha potenciado y perpetuado hasta la saciedad estas dos figuras: la mujer fatal y la mujer santa.
Un ser humano (universal, tanto masculino como femenino) cuadriculado, siempre con sus extremismos y verdades absolutas. Sin hacer caso a las diferentes tonalidades. Pero a la hora de la verdad, Amanda Palmer eligió la tercera vía. Amparada en su icónico nombre familiar, adoptó la filosofía y el amparo de la heroína caída de David Lynch.
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